Por Victoria Bauer
Los recuerdos no pueblan nuestra soledad,
como suele decirse; antes al contrario,
la hacen más profunda.
Gustave Flaubert.
El reloj sonó marcando las 8 en punto del lunes. Puse la pava sobre la hornalla, recuerdo que el polvillo hacía que el mate te caiga mal así que lo sacudí un poco, te gustaba hacer un indeseable huequito entre la yerba y la bombilla así tenés en donde tirar el chorrito, a mi eso no me sale ni aunque trate. Miré lo que tu cara tenía de la mía en el espejo del botiquín antes de fijarme en el cepillo violeta, inútil, las cenizas no tienen dientes, me lavé los míos porque no me olvido más del qué asco tu aliento a estómago vacío papá; bajé las escaleras, mientras levanto la cortina del local en cierto punto me alegro de que tu madre no haya tenido que vivirlo, ella era medio bruja, tal vez sabía tu destino y por eso nos dejó cuando vos recién te largabas a caminar entre las estanterías del almacén y robabas chizitos cuando creías que no te estaba mirando; ya ningún cliente me pregunta, todos se enteraron, Doña estómago resfriado Ester, los mantuvo al tanto, no perdió el tiempo cuando vio llegar el patrullero; yo había visto algo malo en sus ojos, me dio mala espina, estás imaginando cosas, elegí creerte, hasta que te vi los moretones en los brazos un tiempo después, me golpee bajando cosas al depósito me dijiste, en los 9 años que llevabas ayudándome por mí ciática jamás un rasponcito, ahí te dejé de creer, echame la culpa a mí, decile que estoy con algún achaque de la edad y que tenés que pasar unos días conmigo; no, no puedo pá, ya sabés cómo se pone; bajé la cortina del almacén, apagué la luz y volví a subir a casa. El reloj sonó marcando las 8 en punto del lunes. Puse la pava sobre la hornalla, recuerdo que el polvillo hacía que el mate te caiga mal así que lo sacudí un poco.